as carreteras actuales,
tan bien preparadas para el tráfico rodado, han sido durante siglos caminos de
tierra mal arreglados por los que circulaban carreteros y muleros que iban a comerciar a los pueblos toledanos y
extremeños. El antiguo camino de herradura que cruzaba la Jara de norte a sur
unía varias aldeas desde Talavera a Herrera del Duque; por él había
circulación, pero a velocidad de a pie o de pezuña.
Esto era un cacharrero que, cansado de las horas de camino
bajo el sol, llegó a la posada de la plaza del pueblo para pasar la noche,
camino de la Siberia extremeña. Traía una retahíla de mulas cargadas de
mercancía y un burro viejo, que iba el último. Quería venderlo y no sabía cómo;
no pensaba que fuera a comprárselo nadie con lo viejo y malo que era ya. En sus
largas horas de camino había ideado un truco para enganchar a alguno de los
patanes de los pueblos y venderle el burro. Se inventó el cuento de que cagaba
pesetas y urdió el plan de trabajo: primero le daría un palo en el culo con una
vara delante de los hombres del pueblo y segundo arrojaría disimuladamente las
monedas al suelo; aunque tampoco era mala idea meterle seis pesetas en el culo
y hacerlas caer a palo limpio. Se decidió por el segundo método.
Al atardecer llegó a la posada y pidió al posadero una
habitación con el suelo muy limpio, pero no para él: para el burro que traía,
que era mágico decía y que iban a hacer una demostración pública de la
maravilla.
−Pero bueno, ¿Cómo que quiere una habitación limpia y sin muebles?
−Para mi burro Pesetero
−¿Por qué le llama Pesetero?
−Es que el burro caga pesetas.
Tío Cacharrito, que así se llamaba el tunante,
también insinuó al posadero que el animal haría ricos a quienes se lo
compraran.
Todos los que volvían del
campo al atardecer se enteraron de la noticia: era la bomba. Tío Felipe, aún cubierto
de polvo y sudoroso del trabajo de la jornada, no se podía creer lo que oía: su
mujer le estaba diciendo que vendían una nueva especie de animal que cagaba
pesetas y un tonto de cacharrero lo quería vender… porque era viejo, seguro que
no llegaba a Extremadura decía, y porque a él ya le había dado bastante dinero.
la hora anunciada todos los del pueblo pasaron a la habitación
del burro, la más limpia de la posada, la de suelo de baldosas relucientes, y
se dispusieron alrededor mientras que tío Cacharrito y su burro ocupaban el
centro: había extendido una manta de lana blanca a los pies del borrico y ya
empezaba a hablar sobre la maravilla: decía abiertamente que quería venderlo
porque era viejo, pero que tenía un don que no dejaría a nadie indiferente:
cagaba pesetas, podía hacer rico a su dueño en poco tiempo, eso sí sólo cagaba
tres pesetas al día; a veces las ponía por la noche como las gallinas el huevo
y por la mañana al entrar en la cuadra el dueño se encontraba con las monedas
en medio del suelo impecable. Si no encontraban nada por la mañana recomendaba
utilizar con moderación el método de la vara porque con los golpes se podía
perder la gracia que tenía la bestia de cagar dinero.
Como no era cuestión de esperar a la noche a que el burro
pusiera las pesetas, el arriero cogió la vara y le dio el primer golpe; la
moneda salió rodando y se perdió entre pies enormes calzados de abarcas,
alpargatas o descalzos, que se agarraron más si cabe al suelo cuando vieron el
milagro. Al mismo tiempo se oyó un grito de admiración en toda la posada y se
abrieron ojos incrédulos que seguían el recorrido de la peseta que rodaba por
el suelo. Luego vino el segundo estacazo en las ancas del animal y la segunda
peseta.
− Lo
vendo por tres mil pesetas pero el trato tiene que hacerse esta tarde, que
tengo prisa en llegar a Extremadura: Hay un negocio al que llevo género, que no
puede esperar. ¿Quién lo compra?
Tío Felipe era uno de los pocos que disponía de dinero contante y sonante porque había vendido hace poco unas tierras de su mujer. Habló con tío Cacharrito mientras los demás se lo pensaban. Como estaban de acuerdo en las condiciones se dieron la mano y quedaron en verse en la posada una hora después para hacer el intercambio. Allí se presentó tío Felipe con los billetes, recibió el burro, se dieron la mano otra vez para sellar un pacto más sólido que una piedra y le invitó al vendedor a un chato de vino para celebrar el contrato. Nada más salir el comprador, tío Cacharrito puso tierra de por medio y desapareció con sus mulas por el camino de Herrera del Duque sin dejar ni rastro: al final resulta que nadie sabía quién era, de qué pueblo venía, ni cómo se llamaba.
Tío Felipe era uno de los pocos que disponía de dinero contante y sonante porque había vendido hace poco unas tierras de su mujer. Habló con tío Cacharrito mientras los demás se lo pensaban. Como estaban de acuerdo en las condiciones se dieron la mano y quedaron en verse en la posada una hora después para hacer el intercambio. Allí se presentó tío Felipe con los billetes, recibió el burro, se dieron la mano otra vez para sellar un pacto más sólido que una piedra y le invitó al vendedor a un chato de vino para celebrar el contrato. Nada más salir el comprador, tío Cacharrito puso tierra de por medio y desapareció con sus mulas por el camino de Herrera del Duque sin dejar ni rastro: al final resulta que nadie sabía quién era, de qué pueblo venía, ni cómo se llamaba.
Tío Felipe se llevó el burro a su cuadra, lo
puso al lado del más grande de los pesebres, le dio el mejor forraje, sacó el
estiércol, barrió el suelo para que estuviera cómodo y roció la estancia con Zotal para eliminar pulgas y otros bichos; hizo todo lo posible para que no le
faltase de nada: comía y bebía a su antojo, y de sacarle al campo a trabajar…
ni hablar. Sólo quedaba esperar al día siguiente a ver si cagaba las pesetas
diarias como lo había asegurado su antiguo amo. Al día siguiente muy de mañana
entraron su mujer y él en la cuadra y miraron bien en el suelo limpio. No
vieron nada, a no ser que las pesetas hubieran rodado. Buscaron, barrieron otra
vez, pero nada. Entonces, cansado de buscar, tío Felipe recordó que había
una manera más rápida de conseguir la peseta, pegarle un palo en el culo, como
lo había visto hacer en la posada.
Tuvo suerte: el burro rebuznó y dio coces pero al final cagó
las tres pesetas que le quedaban. Satisfechos con su adquisición pensaron que quizá
podían sacarle más partido; a lo mejor podía pedir por el borrico el doble o el
triple pero no allí en el pueblo sino en la feria de Talavera, adonde venían
tratantes de toda la comarca.
Por todas las carreteras de los alrededores acudían
campesinos con sus familias porque era día de mercado. Los jareños y pacenses
por el sur, los de la Campana de Oropesa y la Vera por el oeste, los abulenses
de Arenas por el norte y por el este los toledanos del centro y oeste de la provincia. A las seis de la mañana ya se apreciaban las siluetas de los
tratantes, labriegos, lañadores y comerciantes de todo pelaje. Los hombres iban
delante, con los andares inconfundibles de los labradores, con las espaldas
encorvadas y las piernas arqueadas, deformadas por los trabajos del campo, por
el peso del arado, por la siega, que obliga a espernancarse para tener una
postura estable, por tantas tareas inacabables de sol a sol. Llevaban una blusa
azul recién planchada que se volaba con el viento; algunos al verse desfalijaos
se arremetían el harapo; pero la primera racha de viento los hinchaba como
balones. Sólo faltaba que los elevara por el aire como pompas de jabón, de las
que sobresalía una cabeza, dos brazos y dos piernas.
En la posada Román se reunían a comer y a tomar café los
tratantes y la aristocracia del arado de los pueblos de la Jara. En el patio
dejaban los burros y las vacas atados a una maroma, con una bolsa de forraje
colgada de la cabeza. En la sala del comedor se roía igual que en el corral:
ruidos de platos, de sopa que era sorbida en poco tiempo, de cortes de cuchillo
trinchando, de muelas triturando torreznos y colmillos desgarrando costillas.
Cada cual contaba cómo le habían ido los tratos de la mañana, preguntaban por
la marcha de la cosecha, que si el tiempo era bueno para sembrar patatas,
pero tardío para los nabos.
Terminado el almuerzo, tío Felipe se fue a la Alameda con el
burro del ramal, lo ató a un árbol y se puso a barrer alrededor para conseguir
la misma limpieza del establo de su casa donde lo tuvo un día antes. Hizo saber
a todos los tratantes que tenía un burro que cagaba pesetas y la noticia no
tardo en correr como la pólvora entre los grupos de gitanos y aldeanos que
estaban atentos a todo.
−Es que mi burro caga
pesetas −explicaba él.
−Pero bueno ¿Cómo que
caga pesetas? A ver demuéstrelo que lo veamos todos.
Acudió todo quisque. Pero al hacer la prueba la cosa ya no
funcionó. Al burro pesetero se le habían acabado las pesetas. Lo dejó
derrengado a fuerza de palos porque no cagaba ninguna moneda. Y claro, imagínate
el público: menos mal que se lo tomaron a risa, que lo podían haber molido a
golpes a él por tramposo. Entre bromas y carcajadas de unos y otros Felipe
salió de allí como alma que lleva el diablo, con un cabreo monumental y unas
ganas terribles de coger del cuello a tío Cacharrito y hacerle pagar el engaño
y la humillación que le había hecho pasar. Juró vengarse y no descansó hasta
encontrar al cacharrero.
Lo encontró en Castilblanco vendiendo peroles y sartenes. Después de asegurarse de que nadie se percataba lo secuestró, lo amordazó, lo
ató de pies y manos y lo metió en un saco. Y hala, se trajo hacia Talavera las
mulas, los cacharros, el burro pesetero y a tío Cacharrito terciado encima, dentro del saco, que tenía preparada una venganza terrible: tirarlo al río con
una piedra atada a los pies.
Las ansias de revancha de tío Felipe era tan grandes que no
le dejaron hacer un descanso en el largo camino hacia el puente del Tajo. En
dos días y una noche recorrió las veinte leguas. El pobre burro Pesetero, con el
hombre a cuestas, no paraba de sufrir: después de los palos que le habían dado
en los últimos días, y ahora la carga y el viaje…
A cien metros del Puente de
Hierro tío Felipe se paró a buscar en la cuneta la piedra que le serviría para
atarla de los pies de Chacharrito; aprovechando el momento que se quedó solo
este empezó a clamar repetidas veces desde dentro del saco:
−¡Ay, que me
llevan a ser rey y no quiero! ¡Ay, que me llevan a ser rey y no quiero!
Un pastor, que estaba cuidando un hato de
ovejas al borde del camino, lo oyó. Se acercó al saco que hablaba y contestó:
−Pues yo sí quiero ser rey, así que le cambio a usted el puesto.
−Vale, trato hecho. Desata el saco, déjame salir y te pones tú. Seguro que
tendrás de lo mejorcito en tu reino.
Dicho y hecho: el cambio
se hizo rápidamente, antes de que volviera Felipe con la piedra. Cuando la
hilera reanudó la marcha ya le había metido el trozo de peña a los pies del
saco y se aseguró de que la boca estuviera bien atada. Dentro, el pastor no
cabía en sí de gozo.
Tío Felipe llegó al
puente de Talavera, cogió el saco al hombro, se acercó a la barandilla y lo
tiró al río: «Hala cabrón a ver si
ahora engañas a los peces». Satisfecho con la venganza se dispuso a
volver a su pueblo.
Pero al desandar el camino se encontró con
Cacharrito cuidando el rebaño a poca distancia de la carretera:
−Pero hombre, tío Cacharrito, ¿Qué hace usted por aquí? ¿Cómo puede ser, si
acabo de tirarle al río y ahora le veo con cien ovejas?
−¿No sabes eso de que «El que
quiera un hatajo que se tire del puente abajo» ?
−Pues volvamos rápido que quiero llegar a ser rico lo antes posible −contestó Felipe.
Volvieron y el pueblerino
se tiró al río de cabeza. Mientras se hundía en el remolino Cacharrito solo
amagaba:
−Adiós, buen hombre:
el que quiera un atajo que se tire del puente abajo.
Y dejándolo ahí
este volvió con su rebaño y su burro a sus cacharros.
Enlace | Cuento de hadas de la tradición europea: Piel de Asno de Charles Perrault, en el blog del escritor Luis López Nieves
Inserción de Youtube | Trailer de la Película Piel de asno - Peau d'âne (1970)